Tribuna de Harold Beyer y Álvaro Fischer
Nuestra especie desde siempre ha querido formar pareja, movida principalmente por mecanismos biológicos emocionales -la atracción sexual, el enamoramiento y el apego-, todos ellos moldeados por selección natural. Su función, cuando las parejas son heterosexuales, es inducir la reproducción de la especie, pues el enamoramiento, y especialmente la atracción sexual, facilitan el coito, y el apego permite inducir un compromiso de largo plazo entre las partes, necesario para la crianza de la prole que no está en condiciones de sobrevivir sin la asistencia parental. Los homosexuales, aunque sus relaciones sexuales no sean reproductivas, conservan los mismos mecanismos y, por tanto, también aspiran a vivir en pareja.
El matrimonio civil es, en gran medida, una institución creada para regular el cuidado de los hijos y proteger a la mujer, pues la alta inversión parental en la que ellas han incurrido históricamente -mucho mayor que la del hombre, por razones biológicas- limitó su capacidad para autovalerse durante la crianza de los hijos. En la actualidad, diversas razones han ido, al menos desde esta perspectiva, restando valor a la institución del matrimonio civil y, por ejemplo, hoy en Chile, la mayoría de los hijos nacen fuera de él.
Los homosexuales han sufrido de permanente discriminación y burla durante la historia, lo que los ha obligado, muchas veces, a ocultar su condición. Las sociedades abiertas a comienzos del siglo XXI han comenzado a comprender, no sin dificultades, que es necesario corregir esta situación. Sin embargo, permanecen las dudas respecto de cómo hacerlo. Un principio razonable es que las instituciones y las reglas que los países se han dado estén abiertas a los homosexuales. Si las instituciones que hemos definido hacen excepciones, la aspiración de igualdad ante la ley y de no discriminación se diluyen. No es raro, entonces, que la comunidad homosexual aspire a recibir un trato similar al de los heterosexuales. En estricto rigor, ese deseo significa una enorme valoración de esa institución y un reconocimiento de su vigencia como respuesta a la vida en pareja.
Esta vigencia no es casualidad porque el matrimonio civil sigue ofreciendo, en general, un mejor ambiente para la formación de las siguientes generaciones. Esta realidad es reconocida incluso por aquellos que pasan por un quiebre, toda vez que es habitual que vuelvan a insistir en este tipo de vínculo. No cabe duda que su preservación beneficia a la sociedad como un todo. Pero de ahí no se puede colegir que deba estar cerrado a los homosexuales. Otorgarles ese derecho, aunque no puedan concebir hijos, ayuda a consolidar el matrimonio civil como un ingrediente fundamental de nuestro tejido social. Eso permite preservar el contrato matrimonial como un acto solemne y ante testigos, que no se destruye por dificultades menores, y que regula y resuelve, conforme a reglas conocidas, los conflictos que inevitablemente tiendan a producirse. Sólo así se puede contribuir en esta dimensión a promover la igualdad ante la ley.
El Acuerdo de Vida en Común (AVC), heterosexual u homosexual, constituye, en la práctica, un sustituto o, si se quiere, otra forma de matrimonio civil. Si, como se dice, hay dos millones de chilenos heterosexuales que no han recurrido al Registro Civil para convivir bajo el sistema de matrimonio civil, no queda claro que quieran hacerlo para firmar un AVC, sobre todo ahora que en Chile existe la posibilidad de divorcio. Pero si lo hacen, querrá decir que consideran que el compromiso es de menor intensidad que el del matrimonio civil. Ello conduce a un AVC heterosexual que, en caso de no ser utilizado, será inefectivo, y si es utilizado, se transformará en un matrimonio de segundo rango. ¿Es eso lo que queremos? ¿Tiene sentido que el Estado administre dos sistemas de convivencia regulada? ¿Cuál es el beneficio de ese estado de cosas?
El AVC parece, por tanto, ser útil sólo para los homosexuales. Esa solución resuelve muy imperfectamente la aspiración por igualdad ante la ley y por un trato no discriminatorio. La paradoja es que, para darle la apariencia igualitaria, se abre a los heterosexuales, pero de paso debilita el matrimonio civil. La mejor solución, entonces, para promover la dignidad de todos -heterosexuales y homosexuales- y asegurar que no exista discriminación entre los habitantes de nuestro país es abrir el matrimonio civil a ambos grupos, camino que no sólo lo prestigia, sino que también lo legitima socialmente de modo definitivo.
CONSULTEN, OPINEN , ESCRIBAN .
Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en "Responsabilidad Social Empresarial" de la ONU
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