Carta abierta a todas las Juanitas de Chile
Carta abierta a todas las Juanitas de Chile
Sebastián Piñera
Cuando toqué la puerta de tu casa en una actividad de campaña me abriste en el acto, como si me hubieras estado esperando desde siempre. Me sonreíste y yo te sonreí. No podías tener más de catorce o quince años. Te pregunté tu nombre y me dijiste que era Juanita, que ibas al liceo municipal de por ahí cerca y tenías promedio 6,5. Que querías estudiar enfermería porque te gustaba ayudar a la gente que sufre. Que estabas enamorada de tu pololo y soñabas con casarte algún día con él y formar una familia.
Te escuché con atención y reconozco que tu optimismo y alegría me conmovieron profundamente. Parecías un oasis de esperanza en medio de tanta miseria material. Aunque tengo varias campañas políticas en el cuerpo y que historias como las tuya las he escuchado por miles, siempre me emociono con quienes están dispuestos a todo para quebrarle la mano al destino. Al rato, mientras le avisabas a tu madre de mi visita inesperada, no pude dejar de pensar que en Chile sólo una de cada diez jóvenes como tú logran acceder a la educación superior, que a dos de cada tres la sociedad les niega un trabajo, que tres de cada cinco sufre violencia de su pareja. Para entonces, mi emoción se había convertido en indignación.
En ese momento apareciste tú, Juana. Tenías en tu mano una taza llena hasta el tope con té. Me la ofreciste y me invitaste a pasar. Nos sentamos y acercaste tu silla hasta topar con la mía. Te pregunté como estabas. "Sobreviviendo", me respondiste. Que a tus cincuenta y tantos todo se te hacía más difícil. Que desde que tu marido está cesante sentías un vacío en el alma y un temor insuperable. Temor a fallarle a la Juanita; a que no pudieras juntar la plata para pagarle la universidad; a que cayera en la droga; a que quedara embarazada de su pololo. Me comentabas que si bien la Juanita le pone empeño, la escuela municipal a la que asiste es malita, le inflan las notas a sus alumnos, se pasan en paros y los profesores no se ven muy entusiasmados que digamos. Te pregunté cuántos alumnos de esa escuela lograban entrar a la universidad y me respondiste que apenas uno, o con suerte dos, cada año. Te sugerí que hablaras con el director y me dijiste que ya lo habías hecho, pero que su respuesta era siempre la misma: que es muy poco lo que podía hacer; que con 35.000 pesos mensuales de subvención estatal no le pidieran más. Te pregunté si estabas trabajando y me contaste que hacía sólo unos días habías encontrado una pega como empleada particular puertas afuera de una casa en Ñuñoa. Que para llegar allá a las 8 tenías que salir de tu casa a las 6 y que nunca volvías antes de las 11 de la noche. "Hay que apechugar nomás", concluiste, y te largaste a reír.
Te comenté que en los últimos años se había avanzado mucho, que habían aumentado los subsidios por hijo e incluso hoy las madres reciben una pensión. Pero al parecer no te convencí. Quizás porque intuías que repartir platas que nos llegaron del cielo por el alza del cobre es lo mínimo que podemos hacer por ti. Que nadie se tuvo que levantar más temprano ni esforzarse más para generar esos recursos. Que todos los políticos sueñan con hacer un anuncio como ese. En fin, que esa es la parte fácil. Y que si bien toda ayuda es bienvenida, en el fondo tú no quieres sólo que te den. Quieres una oportunidad, ¡una!, para que la Juanita pueda surgir por si misma.
Después me pediste que saludara a tu madre anciana. Acepté encantado. Me tomaste del brazo y me condujiste a una habitación pequeña y oscura al final de un pasillo estrecho. Cuando la vi, señora Juanita, noté que una profunda sabiduría y amabilidad llenaba su rostro. Aunque estaba ciega y postrada en su cama, usted me recibió con un cariño sobrecogedor.
Noté que le costaba hablar de si misma, pero al poco rato se soltó. Me contó que desde que enviudó, su sola pensión ya no le alcanzaba y tuvo que venirse a vivir con su hija, la Juana. Que llevaba meses en lista de espera para una operación de cataratas pero que pensaba que ya no había nada que hacer. Que se cansó de esperar, de escuchar las mismas promesas que nunca se cumplen. Que para usted ya no había sol, ni luna, ni estrellas, ni esperanza. Pero que eso ya no le importaba nada. Que a estas alturas de su vida su única preocupación era la felicidad de su hija, la Juana, y de su nieta, la Juanita. Que sólo pedía una oportunidad, no para usted, sino para ellas.
Quiero decirles de corazón que creo en la mujer chilena. Creo en ella mucho más de lo que algunos piensan que creo. Admiro profundamente la tenacidad y entrega que han demostrado a lo largo de siglos. Ahí está la valentía de Inés de Suárez en la defensa de Santiago, el coraje de Paula Jaraquemada en la lucha por la Independencia, el sentido de servicio de la Sargento Candelaria en la guerra contra la Confederación, la constancia de Eloisa Díaz la primera médico chilena, la poesía pura de la Mistral, el canto a la vida de Violeta Parra y ustedes, las tres Juanitas, que quizás nunca aparezcan en los libros de historia pero que tanto bien le hacen a Chile y, en especial, a mi. Ustedes le dan sentido a esta cruzada. Cuando me acuesto en las noches cansado como perro después de una larga y dura jornada, mi mayor consuelo es sentir que estoy un día más cerca de poder ayudarlas a ser protagonistas y no meras espectadoras de su propio destino. Entonces, sólo entonces, como diría Neruda, para mi "la poesía no habrá cantado en vano".
Sólo les pido un favor: que me den una oportunidad; la oportunidad de cambiarles la vida para mejor.
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Saludos
Rodrigo González Fernández
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